“Mis experiencias con niños normales fueron iniciadas a mediados de noviembre de 1907. En las dos “Case dei Bambini” de San Lorenzo, inauguradas la una el 6 de enero y la otra el 7 de marzo, había aplicado tan solo los ejercicios de vida práctica y la educación de los sentidos hasta fines de julio, en que empezaban las vacaciones.
Yo tenía entonces, como muchos, el prejuicio de que la escritura y la lectura debían aprenderse lo más tarde posible y siempre después de haberse cumplido los seis años.
Pero durante los meses transcurridos, los niños parecían preguntar adónde iban a para todos aquellos ejercicios que les habían desarrollado la inteligencia de un modo sorprendente.
Sabían vestirse y desnudarse, lavarse, barrer, quitar el polvo de los muebles, ordenar la habitación, abrir y cerrar los cajones, manejar la llave de la cerradura, volver a colocar con orden el material dentro del armario, regar las flores; sabían observar los objetos, reconocerlos al tacto; pero, no satisfechos con esto, algunos vinieron a pedirnos que les enseñáramos a leer y escribir.
Como no accedimos a ello vinieron a la escuela sabiendo dibujar oes en la pizarra, que luego nos mostraban con aire provocativo.
Vinieron luego las madres en gran número a pedirnos que por favor enseñáramos a escribir a los niños porque, como decían, “aquí se aprenden con tanta facilidad las cosas que si les enseñasen a escribir lo aprenderían pronto y así se les ahorrarían las grandes fatigas que pasan luego en la escuela primaria.”
Aquella fe de las madres de que con nosotros los niños aprenderían sin fatiga a leer y escribir, me decidió a hacer un ensayo en la apertura de clase, en septiembre, recordando los resultados obtenidos en la escuela de anormales.
Pero luego pensé que en septiembre sería mejor volver a repasar los ejercicios algo olvidados y remití la prueba al mes de octubre, lo cual tendría además la ventaja de empezar la enseñanza de la lectura y escritura al mismo tiempo que en las escuelas primarias y me permitiría hacer comparaciones.
En septiembre empecé a buscar quién me fabricase el material de enseñanza, pero no hallé a nadie dispuesto a hacerlo.
Un profesor me aconsejó que lo encargase a Milán, pero esto sólo nos causó una pérdida de tiempo sin resultado positivo.
Yo quería hacer fabricar un alfabeto magnífico como el de los anormales, de manera barnizada y metal; viendo que no podía ser, me hubiera contentado con un alfabeto de esmalte parecido al que sirve para las inscripciones de los cristales de las tiendas.
Tampoco pude obtenerlo. Ninguno quiso fabricarlo de metal.
Una escuela profesional estuvo a punto de fabricar un alfabeto en que los signos estuvieran indicados por un surco (para hacerlo recorrer con la punta de un bastoncillo); pero la dificultad de su ejecución nos desanimó.
A todo esto había transcurrido el mes de octubre y los niños de la escuela primaria habían llenado páginas y más páginas de palotes, mientras los míos esperaban su material.
Entonces me decidí con las maestras a recortar alfabetos en papel de esmeril (lija) y pegar las letras sobre cartones muy lisos, con lo que resultó un material muy parecido al usado para los primeros ejercicios del sentido del tacto.
Sólo después de haber fabricado estas cosas tan sencillas me di cuenta de la gran superioridad que tenía este alfabeto sobre aquel magnífico de los anormales, tras del cual corrimos unos dos meses.
Si hubiese sido rica hubiera poseído un alfabeto lujoso pero poco útil.
Queremos lo conocido, lo visto, porque no podemos conocer lo nuevo, y buscamos siempre lo grandioso en lo ya realizado, sin saber ver en la humilde sencillez de las cosas nuevas que empiezan, el germen de lo que se desarrollará en el porvenir.
Comprendí que de un alfabeto de cartón podían tenerse varias colecciones y podían por lo tanto usarlo muchos niños a la vez, no sólo para aprender a conocer las letras, sino también para la composición de palabras.
El alfabeto de papel de vidrio, o papel de lija, ofrecía al dedo del niño la guía tan buscada, de modo que ya no sería sólo la vista, sino el tacto, el que vendría a enseñar el movimiento de la escritura corrigiendo el mismo material los errores.
Poseídas de entusiasmo por estas reflexiones nos pusimos las dos maestras y yo por la noche, después de las horas de clase a recortar una gran cantidad de letras en papel común y en papel de lija, pegando estas últimas en cartones y esparciéndolas luego por las mesas para hallarlas secas al día siguiente.
Mientras trabajaba se me iba apareciendo de un modo clarísimo el método completo y tan sencillo que me hizo reír el pensar que no se me había ocurrido antes.
La historia de nuestras primeras tentativas fue muy interesante.
Un día en que una de las maestras cayó enferma, fue a substituirla una de mis alumnas, la señorita Anna Fedeli, profesora de Pedagogía en una Escuela Normal. Cuando fui por la noche a visitar a la señora Fedeli, ésta me enseñó dos modificaciones que había hecho en el alfabeto: la una consistía en un papelito pegado abajo y detrás de cada letra con objeto de que el niño no equivocase la colocación de las letras; la otra consistía en haber fabricado una caja de cartón dividida en casillas, en cada una de las cuales se podía colocar un grupo de letras iguales, a fin de evitar el tenerlas todas revueltas y confundidas en un montón.
Conservo todavía esta caja, construida con una tapa vieja de cartón hallada en la portería y recosida burdamente con hilo blanco.
La señorita Fedeli me la había mostrado riendo y excusándose de su obra; pero yo me entusiasmé. Comprendí que las letras colocadas en sus cajitas constituían un auxiliar precioso y que ofrecían al niño una posibilidad de comparar todas las letras y de escoger las que necesitase.
Así surgió el método y el material de enseñanza (...).
Terminaré haciendo observar que al llegar las vacaciones de Navidad del mismo año, o sea mes y medio después, cuando los niños de las escuelas públicas se esforzaban por olvidar los palotes y los ángulos agudos aprendidos con tanto trabajo para prepararse a trazar las curvas de la O y de las vocales, dos de mis pequeños, de cuatro años, escribieron cada uno una carta, sin borrones ni tachaduras y con un carácter de letra tan bello y regular que podía compararse con el que se obtiene en el tercer año de la escuela primaria.”
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Fragmento del libro Montessori, María (1937) Capítulo: El Lenguaje gráfico del libro “El Método de la Pedagogía Científica”. Traducción al castellano de Juan Palau Vera. Tercera edición. (pp. 227-231). Casa Editorial Araluce.